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Friday, May 6, 2016

Un Guantanamero en Punta del Este

     El verano se ha ido en el Hemisferio Austral. Estamos en el Otoño Uruguayo pero parece que es el Invierno que se adelantó. Fueron cinco días de lluvia constante. Las sabanas húmedas y la ropa que no se seca en la tendedera. Las calles vacías. Los restaurantes vacíos. Ya se había ido la ola de turistas argentinos y brasileños que venían a veranear en los hoteles o en sus imponentes mansiones de techo a dos aguas. Luego de estar Punta del Este libre de esa plaga veraniega es un verdadero placer caminar por sus ramblas de mar.
     Hay dos playas a cada lado de la península: la de la Mansa, con sus quietas aguas y la de la Brava con su mar embravecido. La de la Mansa es para la gente mayor, es más apacible. En la de la Brava aún quedan surfistas rezagados que desafían las gélidas aguas con sus trajes impermeables. Yo prefiero el fulgor de las rompientes olas al atardecer, me hacen sentir más joven. 
     Guarecido de la interperie con un grueso abrigo, bufanda y guantes me paseo por la Brava cerca de los imponentes edificios. El que están construyendo es el de Donald Trump, un rascacielos redondeado y llamativo como todo lo que él hace.
     ¿Quién iba a decir que un Guantanamero se iba a sentir como un Puntaesteño más? Es lo que siento después de tantos años. Mi querida Patria chica es solo un añorado recuerdo que se sume en las brumas al igual que este anochecer, y los yates de lujo del puerto, con las luces apagadas, esperan zarpar al norte, donde todavía es verano.
       Mientras tanto yo camino solo por la rambla. Mi hija me esperara al final del día. Mi hermano fue a Guantánamo. Estará disfrutando de las cálidas aguas de las playas de Cuba y de un sabroso lechón asado. Yo sigo caminando y respirando el aire salitroso. La puesta de sol es imponente.



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