Un Guantanamero en Punta del Este
El verano se ha ido en el Hemisferio
Austral. Estamos en el Otoño Uruguayo pero parece que es el Invierno que se adelantó. Fueron cinco días de lluvia constante. Las sabanas húmedas y la ropa que no se
seca en la tendedera. Las calles vacías. Los restaurantes vacíos. Ya se había
ido la ola de turistas argentinos y brasileños que venían a veranear en los
hoteles o en sus imponentes mansiones de techo a dos aguas. Luego de estar
Punta del Este libre de esa plaga veraniega es un verdadero placer caminar por
sus ramblas de mar.
Hay dos
playas a cada lado de la península: la de la Mansa, con sus quietas aguas y la de la Brava con su
mar embravecido. La de la Mansa es para la gente mayor, es más apacible. En la
de la Brava aún quedan surfistas rezagados que desafían las gélidas aguas con
sus trajes impermeables. Yo prefiero el fulgor de las rompientes olas al
atardecer, me hacen sentir más joven.
Guarecido de la interperie
con un grueso abrigo, bufanda y guantes me paseo por la Brava cerca de los
imponentes edificios. El que están construyendo es el de Donald Trump, un rascacielos
redondeado y llamativo como todo lo que él hace.
¿Quién iba a decir que un
Guantanamero se iba a sentir como un Puntaesteño más? Es lo que siento después
de tantos años. Mi querida Patria chica es solo un añorado recuerdo que se sume
en las brumas al igual que este anochecer, y los yates de lujo del puerto, con
las luces apagadas, esperan zarpar al norte, donde todavía es verano.
Mientras
tanto yo camino solo por la rambla. Mi hija me esperara al final del día. Mi
hermano fue a Guantánamo. Estará disfrutando de las cálidas aguas de las playas
de Cuba y de un sabroso lechón asado. Yo sigo caminando y respirando el aire
salitroso. La puesta de sol es imponente.